Camilo Garcia La Rotta

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La Patria Boba


La Patria Boba

El sol de los venados se ponía bajo el pueblo del cual estaba huyendo. Descalzo, con sus rodillas raspadas por los chamizales y con su ojo derecho ya inutilizable siguió corriendo. Si su cartografía no le fallaba, iba en rumbo al sur, hacia el Orinoco. Lejos de la gente. Después pensaría a donde seguir. Por el momento sólo importaba desaparecer de esa vereda.

Apenas empezaba a bajar el ritmo cuando los oyó por primera vez. Aullidos graves, resonantes. Los perros de Don Ezequiel. Un sentimiento feral lo invadió. Por una fracción de segundo considero la opción de quedarse donde estaba, esperar a los caninos y con sus propias manos arrancarle la quijada a uno de ellos. Pero la razón le gano al instinto. sobrevivir implicaba seguir corriendo.

No ha de haber corrido más de cincuenta metros más cuando sintió los colmillos del Rottweiler en su muslo, justo debajo de la nalga izquierda. Callo con todo el peso de su desesperanza. Don Ezequiel tenía razón. No eran perros de combate sino de caza. Apenas calló, los perros lo rodearon y esperaron que llegaran sus amos.

Bajo la sombra del atardecer salieron por entre las ramas cuatro hombres con don Ezequiel. No dijeron nada, sencillamente desenfundaron las carabinas y apuntaron. Miro ausentemente al que perro quien le había saltado encima. Creyó decirlo en su cabeza, pero las palabras le salieron de la garganta “mierda, aqui me morí”. Estaba en el piso, apostado contra un tronco. Sintió rabia de ver que ni siquiera le daban el honor de morir de pie. Pero que iba a saber el de honor de entre todos ellos, el tenia sus manos más sucias que los demás.

Le había oído decir en algún momento a un llanero que cuando le disparan a uno, eso no dolía. Mentiroso. Del balazo todo dolío. El totazo seco de la pólvora le desgarró los tímpanos, instantáneamente el pedazo de metal lo sintió como un tronco sobre el abdomen. Sintió el plomo ardiente que había desgarrado su piel quemarle las entrañas.

No miro hacia abajo. Suficiente era sentir que, sin prisa pero sin descanso, la sangre tibia le mojaba los pantalones. Solo miro hacia arriba, por entre los eucaliptos, buscando una razón que justificara su vida hasta ese punto.